viernes, 25 de abril de 2025

HABEMUS PAPAM

Foto: Desconocidx
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MÁQUINAS PARA CREAR GRAFITIS

MODELO BARAKA-3000

Fue diseñada para llenar muros muertos con frases que nadie se atrevía a decir. No necesitaba pintura: usaba residuos, óxido, saliva de cable, trozos de anuncios antiguos. La BARAKA-3000 no firmaba. Era su forma de decir que el arte no tiene dueño, es impulso. A veces lograba colarse por las rendijas de los barrios sellados y dejaba un corazón mal trazado en la cúpula de alguna torre. Cometía fallos. Se repetía. Escupía letras sin sentido. Pero cuando el sol le daba de lado, toda la ciudad parecía escrita por ella. 

Texto e imagen: Nitrofoska
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jueves, 24 de abril de 2025

DUDAS INMENSAS

Imagen: Nitrofoska
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Somos dudas inmensas
sumergidas en formol.
Somos cadencia del cosmos
enlatada en cuerpos celestes.
Somos una pequeña parte
del pensamiento de un niño
acorralado por sus sueños.


© Max Nitrofoska

miércoles, 23 de abril de 2025

DÍA DEL LIBRO

Disfruten de la lectura, androides.

Imagen: Nitrofoska
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DÍA DEL LIBRO

Hola, habitantes. A disfrutar.

Cartel: Maria Altuna
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lunes, 21 de abril de 2025

ÁLBUM LITERACCIÓN 25E

Hola, habitantes. Aunque han pasado casi tres meses del evento, aquí llegan al fin todas las fotos, los vídeos, el manifiesto, los carteles y el suceso LITERACCIÓN que tuvo lugar el pasado 25E en el Tiki-Volcano de Malasaña. 

Todo junto en un álbum, aquí  ENLACE

A disfrutar.

Foto: Daniel Muaré
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domingo, 20 de abril de 2025

PUENTE

Hola, androides. ¿Cómo van estos días?

Foto: Stefano Perego
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viernes, 18 de abril de 2025

TORSIÓN

Hola, androides. ¿Cómo va el eje?

Foto: @benzank
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miércoles, 16 de abril de 2025

COSAS NORMALES

La mesa estaba puesta desde hacía rato, aunque nadie parecía dispuesto a sentarse. El mantel tenía manchas antiguas, redondas, como de vasos olvidados, y un par de migas junto al plato más cercano a la ventana. No era hora de comer, ni de cenar. No era hora de nada.

En el pasillo, la mujer seguía allí, parada, con las manos hundidas en los bolsillos del batín. Escuchaba con atención, como si esperara un ruido, una señal, una voz que rompiera el entumecimiento de la casa. Pero no había nada. Solo el zumbido bajo de la nevera y, más lejos, el ronroneo inconstante del tráfico.

El chico estaba en su cuarto, aunque ella no lo sabía con certeza. Desde que le dieron el portátil nuevo, había empezado a encerrarse. No tanto por gusto como por costumbre. Se le pegó la rutina del encierro con la misma facilidad con la que antes se le pegaban los anuncios de la tele: con una mezcla de fascinación y rechazo.

Texto e imagen: Nitrofoska
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Ella pensó en decirle algo. Solo para comprobar si respondía. Pero no se movió. Ya no insistía. La última vez que llamó a su puerta, la respuesta fue un murmullo apagado, sin forma gramatical, y le pareció suficiente.

Volvió a la cocina. Movió los cubiertos de sitio. Los platos eran de loza blanca, con un filo azul casi borrado. Eran de la madre. O tal vez no. Ya ni eso recordaba con certeza. Tenía esa forma de olvidar que no era descuido sino defensa.

Del otro lado del patio, una vecina tendía ropa. Las pinzas eran de madera. El gesto de colgar las prendas, una por una, tenía algo mecánico, como un ritual. Camisetas, calcetines, una sábana de flores desvaídas. La vecina la observó un instante. Pensó que quizá debería hacer la colada también. Pero no tenía ropa suficiente para justificar el esfuerzo.

Encendió la radio. Solo unos segundos. Una voz hablaba de política internacional. Apagó. Se sirvió un vaso de agua. El vaso estaba astillado por el borde, pero no cortaba. A veces, por la noche, soñaba que se lo llevaba a la boca y se desangraba en silencio.

El chico, finalmente, salió del cuarto. Caminaba con pasos blandos, casi sin apoyar los talones. Estaba más flaco que antes. O tal vez era el pijama, que le caía como una prenda prestada. No la miró. Fue directo a la nevera. Abrió, cerró. Se llevó algo a la boca.

¿Has comido? —preguntó ella sin alzar demasiado la voz.

Él encogió los hombros. Seguía sin mirarla.

Podríamos comer algo juntos.

Ya he comido —dijo él, pero la respuesta era automática, carente de contenido.

Ella no insistió. Se sentó al borde de la mesa. No para comer, sino por ocupar un lugar. El chico se fue otra vez, con el paquete de galletas medio abierto en la mano. Al irse, dejó la puerta entreabierta. Ese gesto, más que cualquier palabra, fue lo que le hizo daño.

Pensó en seguirlo, cruzar la puerta y entrar en su cuarto como lo hacía antes, sin pedir permiso, sin medir las distancias. Pero hacía tiempo que esas cosas habían dejado de estar permitidas. Ahora cada paso, cada palabra, era una prueba. Una posibilidad de estropearlo todo.

Se quedó en la cocina. El reloj del microondas marcaba una hora equivocada. Había perdido la costumbre de ponerlo en hora. El chico se lo había dicho una vez: que era inútil. Que daba igual qué hora dijera si nadie la usaba para nada.

Recordó entonces una frase. No sabía de dónde venía, si de un libro, de una película o de una conversación lejana. Decía: «Los hijos se van, pero no como uno espera. Se van quedándose». Le pareció exacta. Una definición precisa de ese modo suyo de irse sin irse.

El resto de la tarde transcurrió como tantas otras: sin marcas, sin rupturas, sin nada que permitiera distinguirla de la anterior. A ratos, ella se sentaba en el sofá. A ratos, se levantaba y recorría la casa como si buscara algo extraviado. No sabía qué. Solo que, de encontrarlo, todo mejoraría.

Hacia las siete, sonó el timbre. Una sola vez. Ella se sobresaltó, como si no recordara que existía gente fuera. Caminó hasta la puerta y miró por la mirilla. Era una mujer joven. Llevaba una carpeta bajo el brazo y una sonrisa tensa, casi fingida.

Buenas tardes. ¿Está tu madre?

Ella tardó un segundo en comprender.

Soy yo —dijo.

La joven asintió, se disculpó con un gesto mínimo y explicó que venía a hablar de unos formularios, unos datos del centro. Era del instituto. Mencionó el nombre del chico. Lo dijo como si fuera evidente que ella debía saber a qué se refería.

¿Ha tenido algún problema últimamente? —preguntó la joven.

La mujer dudó. Pensó en las tardes encerrado, en las comidas rechazadas, en la puerta entreabierta. Pero no dijo nada de eso.

No. Está bien. A veces calla mucho, pero eso es normal a su edad, ¿no?

La joven sonrió otra vez, aunque esta vez no parecía saber muy bien por qué. Le entregó unos papeles y se despidió con amabilidad cortés. Cuando se fue, el pasillo quedó más oscuro que antes.

El chico no preguntó quién era. Ni siquiera asomó la cabeza. Ella dejó los papeles sobre la mesa, junto al plato vacío. No los leyó. Sabía que hablaban de él, pero prefería no saber en qué tono.

Esa noche, antes de acostarse, se asomó a su cuarto. Él estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos. En la pantalla, una imagen detenida: un videojuego, o una serie, o un vídeo sin movimiento. Difícil de saber.

¿Quieres que apague la luz? —preguntó ella.

Él no respondió. Solo giró la cabeza, muy levemente, en su dirección.

Ella se quedó un segundo más en el umbral.

Mañana podríamos salir, si quieres. A dar una vuelta.

El chico volvió a mirar al techo.

Mañana no puedo.

Bueno. Otro día.

Cerró despacio. Se quedó un rato en el pasillo, escuchando. No se oía nada. El silencio era tan limpio que le pareció una forma nueva de distancia. Una que ya no podría acortar.

Se fue a dormir. Antes de apagar la luz, pensó en la vecina del otro lado del patio, en las pinzas de madera, en la sábana de flores desteñidas. Pensó que, si al día siguiente llovía, la ropa quedaría empapada. Y que quizá nadie saldría a recogerla.

©Nitrofoska

Otros relatos:

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lunes, 14 de abril de 2025

VUELTA SIDERAL

Hoy, una vuelta más a los planetas de mi entorno. 

¡Gracias, humanoides, por el combustible! 
Y no humanoides 👽

Foto: Mimisme
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domingo, 13 de abril de 2025

EL BESO (IV)

Texto e imagen: Nitrofoska
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Fragmento 4:

Esta mañana he encendido el casco por mi cuenta. He fingido una sesión de mantenimiento. He cerrado los ojos. He dejado que el zumbido me envolviera. Las luces bailaban en el interior, como lo hacían antes, cuando aún intentábamos entendernos.

He hablado en voz baja, dentro del casco. No para él. Para mí. Le he contado que todavía pienso en el pasillo C14. Que no he vuelto a rozar la frente de nadie. Que el sistema sigue funcionando, claro, sin errores, sin desviaciones.

Pero algo se quedó congelado ahí, entre su sonrisa y mi torpeza. Algo que nadie más ha sabido replicar.

No espero respuesta. Pero me niego a olvidar ese beso torpe, invisible, estorbado por capas de material y norma. Porque si hay algo que sigue siendo mío, es eso. Aquel beso.

©Nitrofoska

sábado, 12 de abril de 2025

EL BESO (III)

Texto e imagen: Nitrofoska
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Fragmento 3:

Desapareció sin aviso. Un día estaba. Al siguiente, el casco emitía un pitido seco al intentar conectar. Pregunté, discretamente, en el módulo técnico. Me dijeron que había sido trasladado. Nivel superior, dijeron. Nadie volvió a mencionarlo.

Me emparejaron con otro al día siguiente. Parecido en complexión, en tono de voz. Pero distinto. Nunca se reía. Nunca dejaba interferencias en la señal.

Yo, en cambio, empecé a sabotear los emparejamientos. Dejaba fragmentos de código suelto, pensamientos cruzados, pequeños errores en los paquetes de datos. Nada grave. Solo lo justo para que me reprogramaran. Para que me asignaran un protocolo nuevo. Algo más cerca del ruido, de lo que tuvimos.

Pero nunca funcionó. Porque él —y esto lo supe demasiado tarde— no era especial por lo que compartimos. Sino por lo que no pudimos terminar de decirnos.

©Nitrofoska

viernes, 11 de abril de 2025

EL BESO (II)

Texto e imagen: Nitrofoska
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Fragmento 2:

Lo hicimos solo una vez. En el pasillo C14. A esa hora la sección estaba en sombra, con el ciclo lumínico reducido y los sensores en pausa por mantenimiento. Él me miró como si lo supiera. Como si los dos hubiésemos estado esperando ese hueco durante semanas.

No nos quitamos los cascos —habría sido una infracción grave— pero nos acercamos tanto que las esferas se empañaron. No fue un beso perfecto. Hubo torpeza, un golpe de hombros, una carcajada muda. Pero también hubo algo más. Un temblor. Un tipo de miedo que no venía de las normas, sino de nosotros mismos.

Sabíamos que después de eso no volveríamos a sincronizar igual. Que algo se había escapado del sistema. No lo dijimos, claro. Solo apoyamos la frente el uno contra el otro y respiramos. El aire filtrado olía a ozono.

©Nitrofoska

jueves, 10 de abril de 2025

EL BESO (I)

Imagen: Nitrofoska
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Fragmento 1:

Nos conectaron el día diez, justo después del chequeo de rutina. Entré en la sala sin hacer preguntas. Seguí las instrucciones. Me habían hablado del acoplamiento, de los protocolos de seguridad emocional, del filtrado de impulsos. Pero nadie te explica lo que se siente cuando el casco se cierra y, de repente, no eres tú sola dentro de tu cabeza.

El primer beso no fue un beso. Fue una invasión leve, como una canción antigua mal grabada. Vi imágenes suyas —o eso creo—: una mujer de espaldas en un muelle, un edificio ardiendo, un perro con una oreja rota. Cosas inconexas. Luego vinieron mis recuerdos, deformados, devueltos como si fueran suyos. Me mareé.

Él alzó la mirada y sonrió, casi como si también supiera que aquello era un error necesario. No dijimos nada. No podíamos. Y en ese silencio, supe que seguiría conectándome.

©Nitrofoska

martes, 8 de abril de 2025

INTELIGENTE

Imagen: Nitrofoska

Tú no sabías que un edificio pudiera ser inteligente.
No tenías ni la menor idea de eso.
Tú pensabas que inteligente solo podía serlo una persona,
o tal vez un perro,
algún delfín del mar Egeo,
pero jamás un edificio.

Cuando escuchaste lo del edificio inteligente
te quedaste con la boca abierta,
mirando al cielo,
como un niño al que le hubieran revelado
un gran secreto.

Pero lo bueno de todo esto es que poco después
escuchaste que también los teléfonos son inteligentes.
Y luego los semáforos,
y más tarde un montón de artefactos que te rodean.
Resulta que todos son inteligentes,
y aquí el único soplapollas inútil y cabestro eres tú,
al parecer.

Creo que voy a hacerme una tortilla de bacalao,
que llego tarde a la sesión de noche.
La sesión de noche de algún cine inteligente,
no te jode.
Voy a ver La cena de los idiotas.
Ahí, por lo menos, habrá un sitio para mí.

© Max Nitrofoska

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